domingo, 23 de noviembre de 2008

eGeo y Gato - décima parte: La triste despedida.


El manto de la oscuridad por entonces ya empezaba a ocupar el cielo más temprano, como suele ocurrir en los negros inviernos, y la temperatura descendió acompañándola. Era el momento de salir de allí. Apesadumbrados, recogimos las cosas, las limpiamos de la maleza del lugar, y abrazados bajamos poco a poco de la colina. No queríamos... pero debíamos. Una vez más, volvimos a lo de siempre. Aunque nos pareciera mentira, el mundo seguía ahí, patéticamente impasible, sin saber que dos personitas habían sido felices durante un breve espacio de tiempo, y a pesar de no querer, debíamos volver a ese mundo, con sus obligaciones, sus rutinas y las frialdades de sus aburridos personajes. Volvíamos a introducirnos en esa oscura dimensión, aunque en el fondo de nuestros corazones siempre se mantendría la luz que brilló entre nosotros en ese momento. 

Oscuros besos cada dos pasos, abrazos cada diez, y toqueteos a la doble decena, hasta que llegamos a las primeras luces de esa civilización cruel. Sabíamos que eran los últimos abrazos, los últimos besos y caricias, por ello las aprovechábamos. Había que separarse, y no queríamos, seguíamos sin querer. Llantos, muchas lágrimas se derramaron... pero eran vanas. No servían para nada. El destino era inevitable. La vida nos había puesto delante de las narices todo lo que podrían desear nuestros sentidos, y con ansias intentamos llenar nuestros bolsillos con lo que nos presentó tras todo el esfuerzo, pero siempre era insuficiente, queríamos más y más. El infinito no es suficiente tiempo para sentirme realmente satisfecho a su lado, siempre necesitaré más de su compañía.

Las piernas se movían al compás, al igual que nuestros corazones, a la vez saltando de tristeza y muriendo de alegría. Cuando llegamos bajo las farolas de la calle, al lado de una nave de hormigón y ladrillos, fría bienvenida a la sociedad, tuvimos que separarnos. Aun así, no pudimos vencer la tentación, y volvimos a abrazarnos. Mi cabeza sobre su hombro, seguimos avanzando hasta el centro del pueblo, aunque las viejas nos mirasen. Llegamos hasta la plaza en frente de la iglesia, donde estaba su bicicleta, y con ella, los dos caminos que se bifurcaban en nuestra vida, hasta que se unan en uno solo. Allí, le ayudé a quitar la cadena de su bicicleta, con movimientos lentos, deseando que el tiempo dejase de correr, que se congelase el bello instante hasta la eternidad. Miradas tiernas, caricias en la mano, ya no podíamos acercarnos tanto, pues un cura y dos ancianas nos miraban desde la puerta de la iglesia. Estaba preparado para salir, y entonces temí por su viaje. Hacía muchísimo frío, un frío que se calaba aunque nos calentáramos con nuestras manos. Cogía las mías entre las suyas, las acercaba a su boca, y echaba su cálido aliento en ellas... eran momentos únicos, que tristemente acabarían siendo recuerdos lejanos entre suspiros por el futuro.

Nos abrazamos. El último abrazo, el más cálido, más puro, más sincero y más triste que se podría dar nunca. Los habitantes seguían mirándonos. Esperamos a que el santo cura se escondiese en la casa parroquial cercana, y volvimos a nuestras satánicas prácticas. Volví a besar sus labios salados por las lágrimas, suaves, blandos, de un tacto maravilloso y un aroma mejor aún. Una de las mujeres seguía rondando por allí, y mientras besaba sus labios veía cómo nos observaba por encima de su hombro. Dos chicos aparecieron por la cuesta que subía hasta el parquecillo y comentaron que nos estábamos besando. El amor de mi vida soltó un "qué pasa!", y se fueron por la otra calle. Otro beso más, el más doloroso de todos. El último beso. La última muestra de amor física. Con ganas de llorar, sintiendo una pesadez inmensa en los párpados y en el corazón, me alejé de su bicicleta sobre la que ya estaba montado.

¡Qué guapo estaba, con su chandal gris, su mochila oscura al hombro, unas facciones adorables,  el pelo negro y las gafas casi invisibles, su piel oscura cubriendo un ser hermoso, a un alma maravillosa, con su aliento embriagador! La sensación de amor que sentí en ese instante no la había sentido nunca antes por nadie.  Seguí alejándome, hasta las escaleras que bajaban a la calle inferior, donde estaba el albergue. Al principio de ellas, no pude más, y le grité. Un "¡eGeo, TE QUIERO!" salió con todas las fuerzas posibles de mis pulmones. Me respondió igual, las últimas palabras más hermosas que podría guardarme.

Bajé hasta el albergue. Allí estaba mi padre. Entonces me di cuenta... me dije: Soy idiota. Mi padre había escuchado mi grito. Al principio me preocupó... pero no me importó. Mi padre ya no importaba. Sólo importaba yo, eGeo, y lo que había pasado con él. Cené con él un delicioso puchero en el restaurante cercano, hablé con mi madre, y nos acostamos muy pronto.

Esa noche vi como 10 veces nuestro vídeo, sentía todavía sus caricias en mi cara, sus besos en mis labios, sus manos en mi cuerpo, ciertas partes de mi se extremecían rememorándolo. Por suerte, todavía conservo esa sensación maravillosa al oir su voz. Esa noche no lloré, no lo necesitaba. Estaba feliz. En paz. Sabía que había hecho todo lo que tenía que hacer, y que por una vez, había salido bien. La vida empezaba a mirarme a la cara y a darme lo que me había ganado a pulso. Esa noche, el sol salió, iluminó mi cara y mi corazón, y me mostró todo lo que no había podido ver en mí. eGeo, vuelvo a decirlo, me dió la felicidad, y con ello la seguridad en mí mismo. Ahora soy un ser completo, entero, equilibrado, que sólo necesita su compañía, nada más.

Cuando miro atrás y veo el comienzo de éste blog, veo que es como un cuento de hadas todo. Siempre termina en un final feliz. Eso sí, el desenlace alegre aún no ha llegado todavía... estamos en el nudo, aunque la acción ya pasó. Queda esperar a que pueda cocinarle perdices a mi novio. Entonces sí, esta historia triste habrá acabado y empezará una etapa nueva de mi vida.

Creo en el amor, existe, porque lo he visto. Púdrete, Adán.


Un besazo a todos!