viernes, 27 de febrero de 2009

La ciudad del mazapán, las espadas, el Greco... y las calles empinadas. (2º Parte)

Toledo me encantó. El tercer día, el lunes, pude saborearlo casi completamente, hasta llegar al éxtasis. Vi que era una ciudad grande, mucho, en sus exteriores, pero que en la pequeña península que se creaba en el lado más cerrado del río, al traspasar la imponente Puerta de Bisagra, todo cambiaba. Se convertía en un pequeño gran pueblo, bullicioso pero tranquilo, de calles empedradas y casas antiguas, locales centenarios y esculturas magníficas por doquier, una ciudad antigua que había contemplado el paso del tiempo sin apenas reforma. La modernización estaba allá fuera, al ver los fríos y altos edificios rojizos de los barrios aledaños, entre avenidas enormes abarrotadas de coches.
Ese día descubrí Toledo más a fondo. Me interné con mi cámara, siguiendo mi propio camino, alejándome de mis padres, observando, obs
ervándolo todo. Adoro observar. Sentarme en cualquier banco y ver a las personas que pasan. Descubrir que cada uno tiene su vida particular, que forman un entramado interno realmente complejo, pues cada una de las acciones de los demás han permitido que yo pudiera estar ahí contemplando paciente. La visita matutina cesó en el almuerzo: mi hermana y mi madre estaban cansadas. Pero mi padre y yo no, así que, aprovechando el lindo día que se nos ofrecía, nos propusimos ir hasta la ermita al otro lado del río, frente la ciudad, en la montaña por la que pasaba la carretera. Tardamos unas dos horas en llegar, bordeando primero el lado interno y después el externo del Tajo. Descendí en un punto hasta la orilla, a contemplar una vieja casa en parte derruida, en la que se veía el agua correr a través de un desprendimiento en el suelo. Me encantan esos lugares antiguos, abandonados, olvidados, me gusta imaginar cuál fue su pasado, qué personas vivieron en ella, qué situaciones se dieron, cómo era y qué pensaron de la preciosa y nueva casa cuando era recién construida.



El paseo fue delicioso, hablando con mi padre de cualquier cosa, el tema de mi futuro no se tocó. A la vuelta seguimos caminando, esta vez por los parques en la rivera del río, floridos, con el delicado olor a verde naturaleza, patos y ocas en el agua buscando el pan que niños y jóvenes le repartían... Era el último día, y el que mejor me sentaba. Pero todo cambió al desaparecer la luz, el río, la hierba, los árboles, las ocas y las risas de los niños. Todos se fueron a comer a sus habitaciones unos bocadillos, yo me negué, me pareció patético sentarme en la cama de un hotel y zamparme el pan viendo cualquier programa en la tele. De manera que me fui solo a hablar con mi novio a la calle, mientras saboreaba mi bocata de tortilla española, que me sentó como nunca, al igual que hablar con él, mejoró mi cada vez más decayente estado de ánimo. 

Pero al día siguiente volvía a caer. Me costó más que nunca levantarme y responder la llamada de mi madre, hube de quedarme 15 minutos más acostado, no podía recostarme. No quería. Quería quedarme allí. Con mis personas desconocidas, con mis pensamientos, con mis fotografías. El viaje fue triste, la verdad. Miraba con lástima cómo se alejaba la ciudad, cómo el Alcázar se escondía de nuevo, desaparecía con más rapidez que con la que apareció. 


Fueron unos días buenos, la verdad, rodeado de la familia, pero distante con ella. No sé por qué, no sabría decirlo. Quería estar con ellos, claro, pero también estaba cansado de su compañía, de eterno "estoy cansada, me aburro" de mi hermana, o el "¿pero de verdad quieres entrar ahí?" de mi madre. Mi padre es el que mejor se portó, por supuesto, y más después de la larga charla sobre eGeo, yo, y todo lo que nos rodea. Las vacaciones familiares ya no lo son tanto. Y pido perdón, en parte es por mi culpa. Pero es que no me sale, no, no me sale, yo también necesito estar bien con alguien, con una sola persona. Cuando pueda cenar con mi novio y con mi familia en Navidades, entonces sí, estaré en familia.


¡Un besazo a todos!