miércoles, 24 de diciembre de 2008

All I want for christmas is...

¡¡eGeo!!
Y por una vez, lo que desee por Navidad vendrá a mí. La primera vez, este 2008 ha sido la primera vez para todo. El primer paseo en moto, la primera entrada de mi blog,  el primer bailoteo en una discoteca, la primera ruptura con el pasado, el primer amor correspondido, el primer abrazo, el primer beso, la primera caricia, el primer "te quiero",  el primer paseo cogido de la mano amada, las primeras lágrimas de amor lamidas, las primeras 100 horas hablando con mi teléfono nuevo, el primer grupo de personas con el que me siento realmente bien... ha sido el primer año de mi vida.

Hoy voy a hablar del fantasma de las Navidades pasadas. De mi fantasma particular, del miedo. De la desesperación. La mayoría de los años, en Navidad o Nochebuena me iba a casa de mis abuelos maternos en Antequera, esa gran casa de campo que había crecido alrededor de un pozo. Nos reuníamos toda la familia: mis dos tíos, mis cinco primos, mis cuatro primos segundos, dos o tres tíos lejanos, mis alegres abuelos y nosotros. En el inmenso salón, con las puertas cerradas y la televisión puesta en el salón el comedor de al lado, disponíamos las grandes mesas, y allí todos comíamos algo típico que cada uno había preparado en su casa. Algunos traían carnes, otros pescado, otros el vino, y otros enormes tartas para compartir con todos. Después de la frugal cena, en la que hablábamos sin tapujos de cualquier tontería, llevábamos las cosas todos a la cocina. Entonces empezaba la verdadera fiesta. Algunos salían a la noche oscura a fumar, otros empezaban a enseñar regalitos, los más pequeños corrían por aquí y por allá jugando con los trapos viejos de mi abuela, mi tío empezaba a beber, y mi tía le regañaba y se reía con sus potentes carcajadas. De repente, mi padre se metía en un cuarto y empezaba a sacar instrumentos. Guitarras, claves, panderetas, timbales, triángulos, castañuelas, y, cómo no, la botella de Anís del Mono vacía que aportaba mi abuela. Mi padre empezaba a cantar, poco a poco, casi solitariamente, los villancicos que con anterioridad ya se había aprendido acompañado de la guitarra. Yo le seguía con las claves, mi tía cogía sus queridas castañuelas, mis primos con sus panderetas, mi abuela con la botella de anís y mi abuelo se inventaba sus instrumentos gracias a su increíble don creativo. Al final toda la familia quedaba resumida en una orquesta que, aunque no sonase al unísono, sí poseía un sentimiento común: felicidad. Júbilo, ganas de pasárselo bien, olvidarse de los problemas durante una noche al año. Mi familia siempre ha tenido muchos, muchísimos. Y una vez más, mi padre, ese chico extravagante y distinto que no pintaba nada en la familia de mi madre, había conseguido apaciguar sus emociones y tornarlas hacia una visión del futuro más prometedora. Cantábamos mal, pero cantábamos con ilusión, que era lo importante. Luego de los villancicos, algún tío lejano se acostaba, otro se mareaba por el exceso de alcohol, y un tercero tenía que irse a dormir a su pueblo cercano. Entonces empezaba la marcha para los jóvenes. Ponían música, cutre, pero música, el aserejé y varias tonterías más, para que mi hermana y mis primos bailasen. Vale, lo confieso. Más de alguna vez me pilló la Macarena vestido de pastorcillo (sí, también me llevaba el traje allí). Hay que tener en cuenta que yo era pequeñito, y me olvidaba de todo amor propio y decencia. Después, sacábamos los regalos, ya sobre la 2 de la noche. Muchísimos regalos, nos encantaba regalarnos cosas, pequeñitas, baratas, pero muchas. Cada familia le hacía un regalo a cada miembro de la otra, así, acabábamos con los brazos llenos de peluches, colonias y joyas económicas, y la gran mesa inundada de papeles de regalo. Adoraba esos momentos. Después acostarse cansado, en cualquier cama con cualquier persona, y tener dulces sueños hasta la mañana siguiente para levantarnos tarde y resacosos. Esas épocas cambiaron cuando murió mi abuela, hará unos 3 años.

Desde que falleció, todo cambió. Intentamos reunirnos allí de nuevo, pero tuvimos que desistir al segundo año. Mis tíos de Málaga con sus tres hijos no fueron, no querían. Mi abuelo estaba triste, todos estábamos pusilánimes. No hubo villancicos, nadie tenía ganas, había un ambiente rancio en el aire. Se echaba de menos el sonido de su botella de anís, el de sus pulseras contra el cristal de la mesa, su gran pelo embadurnado de laca. Lo que de pequeños nos hacía arrugar la nariz con repulsión, ahora necesitábamos con tristeza. Poco a poco, esa ansiedad ha ido desapareciendo, aunque a veces vuelve a nosotros. Ya mi abuelo está mejor, con el paso de los años no siente ese vacío tan grande, mi madre no sufre y en la familia parece haberse instaurado ya la normalidad, que parecía forazada en otros momentos. Aún así, nos cuesta reunirnos. A mis tíos hace ya casi un año que no los veo, y con mis primos la relación se ha enfriado muchísimo. Ya nada es lo mismo.

Este año estoy pasando Nochebuena en la casa de mis otros abuelos, los abuelitos, como les llamamos nosotros. Antes hemos estado en Antequera visitando a mi abuelo, pero lo hemos dejado para estar con los cordobeses. Teníamos por costumbre los otros años ir allá en Nochevieja, dar siempre el paso al nuevo año desde la casa de campo en la rústica urbanización cercana al río Guadalquivir. Eso ya os lo contaré más detenidamente el próximo día, pues por una vez la cosa va a cambiar. Este año nos quedaremos en Nochevieja en Fuengirola, podré salir y hacer lo que quiera, hasta altas horas de la madrugada. ¡Al fin!

En conclusión, adoraba las navidades porque estaba con mi familia. Ahora ya la cosa ha cambiado demasiado y pienso otra cosa de éstas fiestas... como ya pudisteis ver en el post de ayer.

¡¡Un besazo a todos!!