sábado, 23 de mayo de 2009

El fin del comienzo.

(Aviso: pónganse cómodos, hagan sus necesidades, coman algo antes de empezar... porque es laaargoooo!)


Hoy he pasado las últimas 6 horas oficiales lectivas. Me he despedido definitivamente de las clases, de los profesores, de mis compañeros, a pesar de que los veré la semana que viene en algún que otro exámen que nos queda por realizar, y en varias clases que aún hemos de dar.

He paseado con mi cámara de fotos por todo el recinto. Observando, cegándome la vista por el intenso calor de hoy. El sol salió tan pletórico como nunca: quizás sea una forma de despedirse, de demostrarnos lo bonito que puede ser el instituto, o tal vez fuese una premonición de nuestra vida futura. Me he acercado sin miedo a la parte del instituto que nunca visito, a los campos de fútbol, aquella zona donde años ha pasaba todos los recreos. Estuve haciendo un concienzudo repaso mental de todos los cursos.

En el primer año, yo era un chico tímido. Pequeño, inexperto, pero muy razonador. Pensaba en todo, intentaba analizar cada detalle de cada persona, pretendía entender el complejo intríngulis que, como ya podía apreciar, era la vida. Vagueaba por el recreo solo, como todos los primerizos, acercándome o bien a los que ya conocía de otros años, pero seguían siendo simples conocidos, o bien a los que poco a poco iba conociendo más en el nuevo panorama. Pero amigos, amigos, ahora me doy cuenta que no tenía. Me juntaba mucho con alguna chica, de esas que siempre han estado en tu vida, que saben todo de tí y a la que le cuentas todo... pero que no hay algo especial, algo que os una de verdad... compartíamos todos los secretos por puro aburrimiento y costumbre. Ese año conocí a Marcos, y a otro chico que se unió a mí en cada recreo durante varios años.

En el segundo curso, ese tal chico, Dani, seguía pegado a mí, me perseguía. Y tan sólo era porque él parecía muy raro, algo friky y geek, y yo era el único que le hacía caso. No llegó a ser un gran amigo, ni tampoco le conté nada de mi vida, digamos, oculta (la gay), aunque sí le contaba de las chicas que en ese momento me gustaban. Ese año caí en una clase totalmente solo, con mayoría de repetidores de otros años, que no se interesaban más que por los problemas. Me enamoré, o eso creía, de una chica inteligente, guapa, sencilla pero interesante... o, repito, eso creía, pues ahora veo lo simple, llana y poco atrayente (en todo sentido) que es. Era un amor platónico, por el que me autofustigaba, escribía poemas desesperados, le mandaba notitas con cualquier excusa para llamar la atención, le miraba y sonreía... y era correspondido... pero no de igual manera. Como ya no me era de extrañar, a pesar de mi ingenua ilusión, pasó de mí. Pero sobreviví, conseguí meterme en mi burbuja durante todo el curso, aislarme más aún, y pasar el curso.

En ese año de 2º de ESO, me marqué mis retos. Quería ser un chico inteligente, educado, interesante, muy culto, y, cómo no, guapo. Empecé a leer muchísimo, me tragaba los libros a pares. Comencé también una terapia para que el maldito acné me desapareciese, y empecé a dejarme el pelo largo. Estos primeros cambios físicos se dieron en el tercer año de mi estadía en el instituto. Ahí conocí a Kitty y a Lea, dos chicas que me acompañarían en el siguiente curso. Conocí también a Julián, quien puede ser mi futuro compañero de piso, aunque en ese momento no se me habría pasado por la cabeza tener una relación tan buena como la que mantengo ahora con él. Empezaron los de siempre a joder más que nunca, y aparecieron los primeros insultos homófobos. En ese momento, yo no le había dicho a nadie mis dudas sexuales, tan sólo a una chica tímida y alternativa que también sentía lo que yo. 

El 4º curso fue decisivo. Ya nos sentíamos casi los reyes del instituto, pero por ello mismo, las responsabilidades aumentaban. Estar en el último año de ESO no era moco de pavo. Ética, física, biología, aquella aterradora profesora de Matemáticas (que luego se convertiría en una de las personas más entrañables que jamás conocí), todo nos daba miedo, nos imponía. Y yo, personalmente, había empezado de culo. Ya sabéis la historia, paso de contarla.


Pero hoy, al pasear de nuevo por esos pasillos, he recordado cada uno de esos instantes. En aquel lugar es donde Adán me intentó besar y me pidió salir con él, en aquel otro le veía sentarse y hablar con sus amigas, por aquella zona del aparcamiento me sentaba yo, escuchando las peroratas de mi amigo el friki sobre la chica que supuestamente me gustaba, mientras mi mente volaba lejos y se llevaba a otro de la mano. En aquellos baños de puertas metálicas destrozadas y ventanas arrancadas, había derramado miles de lágrimas. Sobre las libretas que los niños llevaban de un lado para otro, había yo descargado mi furia, y también las había acabado empapando. Había abrazado con todo mi cuerpo a Kitty y a Lea... pero por mucho que mojase sus hombros y apretase mis brazos, no las sentía, era frío, todo era frío. Total apariencia. Puro teatro.


Volví a pasear esta mañana solitario por entre los demás niños. Sin acercarme a nadie, sin atraer ninguna mirada, pasando desapercibido, silencioso y transparente como había aprendido. Volví a fijarme en los más míseros y pequeños detalles, en las miradas de una chica a un chico, en la pobreza de otro en el vestir, en los toques maestros de pelota que hacían tres futbolistas, de la pluma poco discreta de un tercero y en dos chicas que, disimuladamente, se daban la mano. El amor, la diversión, el juego, fluía por todas partes. Y me llenaban. Pero me entristecían

Me entristecía por mí. Era una especie de nostalgia, de deseo antiguo, de sentimiento caducado, un rememorar exacto, una melancolía por lo que ya no está. Lo pasé mal, muy mal, allí. Fui desgraciado, estuve solo, me trataron mal, y me sentí como una mierda. Pero allí pasó, el lugar continúa en su sitio, no tiene la culpa. Tan solo es un espectador que no elige la obra que ante sí ha de representarse. Estaba triste porque, de todos esos momentos, ninguno resplandecía por luz propia: era incapaz de recordar las cosas buenas. Me esforzaba, y no podía. Siempre, en cada instante durante estos seis años, una nube negra se ha cernido sobre mi cabeza, oscureciendo mi alrededor. Por ello me entristezco aún.

Y me entristecía también por ellos, aquellos niños. Con sus vidas tan ajenas a la mía, pero que sentía casi propias. Con historias totalmente desconocidas para mí, sí, pero que yo antes había experimentado. Quisiera poder ponerles en su corazón aquello que llevo yo ahora, para que comprendiesen muchas cosas, y sintiesen menor ese miedo y peso. Me gustaría poder protegerlos, avisarles, ponerles en antecedentes de lo que puede pasarles si hacen esto o aquello. Pero es imposible, no se puede salvar a nadie. Ellos han de salvarse a sí mismos. Esto aún no he llegado a aprenderlo del todo yo, a ponerlo en práctica, tan solo sé la teoría... pero es un tema del que hablaré en otro momento.


Hoy he fotografiado por última vez a mi clase. Y como veis arriba, así ha quedado tras la última hora de filosofía de mi vida. Esto es un adiós definitivo a algo que siempre será y quedará en mí.

Quizás como alegoría de la superación, como deseo por llegar a más, con la intención de demostrarme que podría con todo, subí la silla a aquella mesa.

(Y aún se me quedan mil cosas en el tintero que decir...)

¡Un besazo a todos!