viernes, 4 de abril de 2008


Amor gay - Arturo Pérez-Reverte

Nunca antes me había fijado en la cantidad de parejas homosexuales que se ven paseando por Venecia. Los encuentras caminado por los puentes, a la orilla de los canales, cenando en los pequeños restaurantes del casco viejo. No suele tratarse de dúos espectaculares, sino todo lo contrario: gente discreta, tranquila, a menudo con aspecto educado. Mirando a los demás aprendes cantidad de cosas, y en el caso de estas parejas siempre me encanta sorprender sus gestos comedidos de confianza o afecto, el reparto convencional de roles que suele darse entre uno y otro, la ternura contenida que a menudo sientes flotar entre ellos, en su inmovilidad, en sus silencios.


Pensaba en todo eso el otro día, a bordo del vaporetto que cubre el trayecto de San Marcos al Lido. Sobre la laguna soplaba un viento helado, los pasajeros íbamos encogidos de frío, y en un banco de la embarcación había una pareja, hombre y hombre, cuarentones, tranquilos. Se sentaban muy juntos, apoyado discretamente un hombro en el del compañero, en un intento de darse calor. Iban quietos y callados, mirando el agua verdegris y el cielo color ceniza. Y en un momento determinado, cuando el barco hizo un movimiento y la luz y la gama de grises del paisaje se combinaron de pronto con extraordinaria belleza, los ví cambiar una sonrisa rápida, fugaz, parecida a un beso o una caricia.


Parecían felices. Dos tipos con suerte, pensé. Aunque sea dentro de lo que cabe. Porque viéndolos allí, en aquella tarde glacial, a bordo del vaporetto que los llevaba a través de la laguna de esa ciudad cosmopolita, tolerante y sabia, pensé cuántas horas amargas no estarían siendo vengadas en ese momento por aquella sonrisa. Largas adoslescencias dando vueltas por los parques o los cines para descubrir el sexo, mientras otros jóvenes se enamoraban, escribían poemas o bailaban abrazados en las fiestas del Instituto. Noches de echarse a la calle soñando con un príncipe azul de la misma edad, para volver de madrugada, hechos una mierda, llenos de asco y de soledad. La imposibilidad de decirle a un hombre que tiene los ojos bonitos, o una hermosa voz, porque, en vez de dar las gracias o sonreír, lo más probable es que le parta a uno la cara. Y cuando apetece salir, conocer, hablar, enamorarse o lo que sea, en vez de un café o un bar, verse condenado de por vida a los locales de ambiente, las madrugadas entre cuerpos Danone empastillados, reinonas escandalosas y drag queens de vía estrecha. Salvo que alguno -muchos- lo tenga mal asumido y se autoconfine a la alternativa cutre de la sauna, la sala X, la revista de contactos y la sordidez del urinario público.


A veces pienso en lo afortunado, o lo sólido, o lo entero, que debe de ser un homosexual que consigue llegar a los cuarenta sin odiar desaforadamente a esta sociedad hipócrita, obsesionada por averiguar, juzgar y condenar con quién se mete, o no se mete, en la cama. Envidio la ecuanimidad, la sangre fría, de quien puede mantenerse sereno y seguir viviendo como si tal cosa, sin rencor, a lo suyo, en vez de echarse a la calle a volarle los huevos a la gente que por activa o por pasiva ha destrozado su vida, y sigue destrozando la de los chicos de catorce o quince años que a diario, todavía hoy, siguen teniéndolo igual que él lo tuvo: las mismas angustias, los mismos chistes de maricones en la tele, el mismo desprecio alrededor, la misma soledad y la misma amargura. Envidio la lucidez y la calma de quienes, a pesar de todo, se mantienen fieles a sí mismos, sin estridencias pero también sin complejos, seres humanos por encima de todo. Gente que en tiempos como éstos, cuando todo el mundo, partidos, comunidades, grupos sociales, reivindica sus correspondientes deudas históricas, podría argumentar, con más derecho que muchos, la deuda impagada de tantos años de adolescencia perdidos, tantos golpes y vejaciones sufridas sin haber cometido jamás delito alguno, tanta rechifla y tanta afrenta grosera infligida por gentuza que, no ya en lo intelectual, sino en lo puramente humano, se encuentra a un nivel abyecto, muy por debajo del suyo. Pensaba en todo eso mientras el barquito cruzaba la laguna y la pareja se mantenía inmóvil, el uno contra el otro, hombro con hombro. Y antes de volver a lo mío y olvidarlos, me pregunté cuantos fantasmas atormentados, cuántas infelices almas errantes no habrían dado cualquier cosa, incluso la vida, por estar en su lugar. Por estar allí, en Venecia, dándose calor en aquella fría tarde de sus vidas.

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Os dejo este hermoso artículo de Arturo Pérez-Reverte, un gran escritor en mi opinión.
Cada vez que lo leo siento lo mismo... esa injusticia...
¿¿¿Por qué por nuestra orientación sexual, las cosas cambian tanto y las personas nos tratan como discapacitados o personas inferiores??? Nosotros no hemos elegido así, somos como somos y punto. Es como si prohibiesen que el primer hijo fuese hembra, como ocurre en algunas sociedades, es algo totalmente ridículo. Y si no es nuestra culpa, no deben cargarla contra nosotros como si lo fuera.
Ya sé que es un grito al vacío, pues nadie dará respuesta ni solución al problema, pero eso no quita que me sienta enojado con el mundo, con la sociedad... y sí, conmigo mismo.
Sólo se olvidan de este problemas los gays afortunados, aquellos que pueden encontrar el amor verdadero y estar conforme con su vida, o aquellos que tienen la fuerza suficiente para hacer que todo lo demás les de igual, bien por su personalidad o por sus méritos propios. Pero yo, particularmente, no tengo ninguno de esos apoyos.
Pero hay que seguir... sólo queda esperar a ser algún día un cuarentón enamorado en Venecia...

Un saludo a todos!

PD: en especial, gracias a Bo Tare, que me mostró este texto. Un beso para ti!!

1 comentario:

Bo Tare dijo...

No voy a comentar nada sobre el texto ya que habla por sí solo. Genial.

Un besazo :)